junio 05, 2013

El pintor de batallas - Arturo Pérez-Reverte

Cuando terminé mis estudios en Glasgow me fui un par de años a África como reportero de una agencia local. Recuerdo bien la sensación de peligro en el Congo, como si uno estuviera en contacto con el pulso de la vida misma y sintiera su piel embadurnada con sangre. En ese periodo tuve que tomar algunas fotografías por mi cuenta. Agradecía los modestos cursos que hube tomado en la universidad y a la paciencia y a la pericia de mi fotógrafo.

En una ocasión me tocó asistir a una rueda de prensa efectuada en Sudáfrica. Un turista chino había desaparecido en la ciudad. Se le daba por muerto. La familia ofreció una rueda de prensa. El hermano del desaparecido estaba consternado. Conforme hablaba, se le quebraba la voz. Y aprovechaba las pausas de la traducción para tragar saliva. Sus ojos enrojecían. En un momento, cuando estaba a punto de terminar, tuvo que detenerse. Su mandíbula empezó a temblar. Mi fotógrafo y yo nos sorprendimos pensando al mismo tiempo: “Llora, llora de una maldita vez”.

En cuanto el hermano derramó la primera lágrima, una ráfaga de flashes estremeció la sala de prensa. Todos teníamos la foto que esperábamos. Todos salimos satisfechos. A veces, la práctica periodística te obliga a ser ciego para ver con claridad. No debes sentir, no debes pensar, no estás tratando con personas sino con titulares potenciales. Cubres a un niño mutilado y al día siguiente comentas: qué bien, el periódico me dio la primera página.

De eso habla la última novela de Arturo Pérez Reverte, El pintor de batallas, la más reflexiva de su autor. De hecho, el argumento implica ya una reflexión sobre la responsabilidad del autor de imágenes: el protagonista es un fotógrafo de guerra que se retira y se encierra solo en una torre a pintar una gran batalla. Pero su pasado lo alcanza, y le exige responsabilidades por sus fotografías, que han determinado la vida –y la muerte– de personas reales.

Los periodistas no pueden separarse de una obligación moral a la hora de escoger alguna fotografía. Las imágenes y textos no son sólo cosas que casualmente están ahí y se muestran al público. Están diseñados para causar reacciones, y a menudo no se controlan las reacciones que puedan producir. No sólo nos hablan sobre la realidad, sino que crean nuevas realidades.

Los que leemos el periódico tampoco somos inocentes. Las fotos nos traen el horror a casa, pero por eso mismo nos relevan de verlo con nuestros propios ojos. En realidad, generan más conciencia de lo bien que vivimos nosotros que de lo mal que viven los demás. Pero a la vez, nos permiten fingir que nos importa cómo viven los demás. No sabemos qué periódico es más veraz. Compramos el que nos haga sentir mejor con nosotros mismos, y lo comentamos con los amigos, con una cerveza.

La metáfora más bonita del libro de Pérez Reverte es la del efecto mariposa: el batir de las alas de una mariposa en América puede producir un huracán en África. En nuestro mundo interconectado, el clic de una cámara de fotos en Bagdad puede movilizar a miles de manifestantes en todo el planeta. Y también puede dejarlos indiferentes. Lo aceptemos o no, las imágenes del dolor ajeno extienden su campo de batalla hasta la puerta de nuestras casas, hasta nuestro tarro de mermelada, hasta nuestro café. Pero no lo sabemos aún. Quizás como afirme el narrador en uno de los momentos más deslumbrantes del libro, el universo es un animal dormido que abrirá su único ojo para enseñarnos que el caos, el desastre y el sufrimiento es nuestro único destino posible:

“No es la pirámide de Gizeh, o la esfinge, sino lo que de ellas queda cuando el tiempo, el viento, la lluvia, las tormentas de arena han hecho su trabajo. No será la verdadera torre Eiffel hasta que la estructura de hierro, al fin rota y oxidada, vigile una ciudad muerta a la manera de un espectro en su atalaya. Nada será en realidad lo que es hasta que el Universo, que no tiene sentimientos, despierte como un animal dormido, estire las patas desperezando la osamenta de la Tierra, bostece y dé unos cuantos zarpazos al azar”.

--Cortesía de Dino Trajeado.


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