Irvine Welsh tiene un pasado yonqui, como Mark Renton, el protagonista de Trainspotting (1993). Trabajó en servicio de limpieza en un cine; fue barrendero, empleado de una inmobiliaria y creativo publicitario. Finalmente ha encontrado su lugar en la literatura. A pesar de ello, Welsh no ha renunciado a sus adicciones, aunque hoy prefiere el éxtasis. Con la llegada de Renton al cine, Welsh se convirtió instantáneamente en un escritor de culto. La intensidad posmoderna de Trainspotting, pocas veces vista, se acomoda automáticamente a las exigencias de un lector hedonista, a pesar de que sus temas escatológicos hacen hincapié en la fragilidad del cuerpo humano.
La narrativa de Welsh es calificada como “realismo sucio”, pero su estilo escapa al estamento estanco que le ha adjudicado la crítica. La crudeza y lo agrio de su humor siempre incomoda, aunque uno sienta superado los tabúes, hay una hostilidad que se logra filtrar en la percepción. Por ello quizás sus publicaciones siempre están acompañadas por el escándalo y la alarma gubernamental. Cuando Escoria (1998) fue lanzada, la autoridad retiró de los lugares de venta el afiche publicitario, pues mostraba a un cerdo con un gorro de la policía británica. La imagen era la misma de la portada. La tapa de la versión de Anagrama resulta artística y eufemística, aunque hay un intento tímido por reproducir la original.
Sí, así es: Escoria relata la historia de un pedazo de mierda, literalmente. Los protagonistas de esta trama son una dupla singular: el agente Bruce Robertson comparte papel principal con una tenia o solitaria, adherida a sus entrañas. Welsh suprime el monólogo interior por la forma gráfica del intestino: adentro de sus contornos, la voz del gusano huésped medita sobre complejos dilemas filosófico-existenciales. También el parásito la hace de psicólogo, he intenta darnos una explicación cuasi freudiana del supuesto protagonista.
Bruce Robertson es un policía de lo peor: racista, homófobo, corrupto, irritante, machista y misántropo, adicto a la cocaína, al alcohol, a la fast food, a las putas y a los juegos eróticos que involucren asfixia (“cortar el gas”). Como si esto fuera poco, es un tipo divorciado que busca suplir la ausencia de atención emocional con prostitutas de la zona roja de Ámsterdam; aparte, una infección venérea se va expandiendo en forma de costras en su área genital y muslos; y como puntilla a todo, Bruce se la vive esparciendo rumores homosexuales acerca de sus compañeros.
Robertson, o Robbo, es el agente asignado para que resuelva el asesinato del hijo de un diplomático africano. “Córtame el gas”, “Historia de una solitaria”, “El sarpullido”, “Radiocasete del coche devora cinta de Michael Bolton”, tales son los motes que Welsh da a algunos de sus capítulos. La ausencia de pathosdramático permite al autor escocés retorcer y dilatar los caminos de sus creaciones de forma que sus historias carecen de un sentido plenamente definido. Cuando uno cree que al fin Bruce va a dedicarse de lleno al caso, termina yéndose a una granja a filmar una escena de zoofilia, o se aprovecha sexualmente de una menor de edad, o simplemente realiza llamadas anónimas acosando a la esposa de uno de sus amigos.
Si el lector se acerca a este libro para leer una clásica aventura de detectives, se equivoca. Sin embargo, la novela resulta sumamente divertida. Escoria maneja la misma incorrección política de los programas de Ali G; una especie de libro de anti-superación personal. Tremendamente absurda, la novela ahonda de forma subrepticia en la conciencia escatológica de la decadencia del cuerpo, con la misma contundencia de Philip Roth. El tema de fondo es una radiografía de la sociedad actual: la soledad y la depresión. También sorprende que la novela tenga un ritmo desarticulado, es decir, que no hay incansables búsquedas teleológicas, a pesar del caso de asesinato que pende a lo largo de la historia.
El libro se arma a través de las revelaciones de tres voces: Bruce, que nos cuenta la mayoría de los sucesos en primera persona; la lombriz alojada en su intestino, que por momentos funge como la narradora y en otras se erige en juez; y su ex-esposa, una masoquista que gusta del temperamento dominador de su ex-pareja. Cada una de ellas, hundidas en la escoria literal y moral, es una metáfora antitética de la santa trinidad, cuyo fin escatológico es la autodestrucción sin redención. No hay disquisiciones profundas, ni pretensión de abarcar la dimensión conflictiva de la condición humana. No es un espejo que se pasea por un camino. Sólo un hombre que decididamente se desmorona a pedazos y un lector que lo disfruta.
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