La ópera prima del escritor alemán Timur
Vermes ha vendido más de un millón de copias en su país y Seix Barral intenta
la proeza con su traducción al español, recién publicada. Resulta delicado y
polémico, pero más morboso aún, hacer del supervillano más grande de la
historia de la humanidad, Adolf Hitler, el personaje central de una novela
cómica. ¿Cómo escribir acerca de este genocida en la Alemania ecologista, la de
la Unión Europea, la de la tolerancia y la corrección política? ¿Es posible
hacer frente al crudo recuerdo de los millones de judíos asesinados en los
campos de exterminio en una historia chusca?
Por fortuna,
Vermes se vale de la sátira como un catalizador, pero, sobre todo, como un
espejo que a través de su Hitler devuelve la imagen de una sociedad aún
peligrosa; si bien más abierta, igualmente más ingenua; si bien más sensible,
mucho más impresionable; si bien más ilustrada, más susceptible a ser engañada;
si bien más global y comunicada, mucho más influenciable por los medios. Está
bien: somos más tolerantes, por lo mismo, somos más propensos a escudar a
charlatanes y supuestos ideólogos detrás de una vulgarización del derecho a la
libertad de expresión. Timur Vermes no titubea a la hora de criticar
acérrimamente a los espectadores, sobre todo a las masas fácilmente
manipulables de Youtube y la red en general. Una nueva figura ha emergido,
igualmente amenazante que los nazis: una masa participativa que confunde opinar
en foros de Internet con la crítica, cuando en realidad son expresiones de lo
inculto y lo acrítico.
Es el 2011
cuando Hitler, con su uniforme militar deteriorado, despierta en un descampado.
Parece que todo se ha tratado de un mal sueño: como si fuera un hiato de un
segundo que va de 1945 al 2011, Hitler aún mantiene su prodigiosa memoria
detenida en los años treinta y cuarenta, sus mismos ideales ya anacrónicos,
pero virulentos y obsesivos, su misma egolatría que no le permite ver más allá
de su supuesta misión mesiánica. Se sorprende de encontrar un país moderno,
lejos del Berlín destruido por los bombardeos de cuando se suicidó. Analiza
desde su filosofía política los cambios tecnológicos, la vestimenta, los
espectaculares (busca alguno dedicado a su gobierno, con una inmensa cruz
gamada).
Para paliar su
ausencia tras enterarse del año en que ha despertado (se desmaya), Hitler
decide recuperar el tiempo perdido. Como su “parecido” es impactante con el
supuestamente real e histórico dictador, es invitado a un programa televisivo
de comedia. Mientras los ejecutivos están convencidos de que se trata de un
brillante comediante que está metido en su personaje las veinticuatro horas del
día, Hitler cree que es contratado para desarrollar su programa político. Y es
que Hitler asume que todo se trata de una conjura disfrazada, de una audaz
puesta en escena televisiva para rescatar su programa y revivir sus planes, su
partido, aunque jamás se da cuenta de que es solo un show (no un programa
político) de comedia.
Su éxito es tal
en “Interred” (como Hitler le llama), que se hace anfitrión de su propio
espacio. Su salto a la fama pronto se vuelve un fenómeno cultural y una
tendencia que divide y confronta a la opinión pública: para algunos, estamos
ante un talentoso actor (que hasta se ha hecho la cirugía plástica para lograr
la mímesis completa) que vierte sus más lúcidas críticas en contra de la
Alemania democrática y que pone en evidencia sus defectos y vicios históricos;
para otros, solo es un bufón, un arribista, el clásico personaje que se
aprovecha del chiste fácil, del escándalo mediático.
La crítica, por
su parte, lo aclama como un genio y recibe el premio más importante de la
televisión teutona. Hitler, ajeno a las dinámicas del espectáculo, hace de su
coherencia ideológica, de su histrionismo legendario, de sus visiones para la
Alemania racial proyectada a mil años, de su odio a las instituciones y a los
extranjeros, de su profundo escepticismo por los proyectos ambientalistas y por
los políticos en general, sus mejores recursos para sobrevivir,
paradójicamente, en creciente y alarmante popularidad. A pesar de que es leído
en clave sardónica, Hitler no solo tiene éxito, sino que le hacen propuestas
para integrarse a diversos partidos políticos.
La historia, desde la primera persona en voz del Führer, contempla y compara ambas naciones, la de 1945 con la del 2011... el autor, eso sí, está muy bien documentado y la mezcla produce momentos de terrible incorrección política, como los reiterados insultos a la canciller Angela Merkel: "Mujer fondona con el poder de irradiación optimista de un sauce llorón". Vermes, con la genial idea de revivir a Hitler, resurrección que jamás se explica, exhibe a una cultura deteriorada, en la que aún laten pulsiones de intolerancia e ignorancia, no tan distintas a las que llevaron a la tragedia a aquella Alemania de entre guerras. A pesar de los grandes aciertos de esta novela, su humor a veces queda opacado por interminables monólogos que no aportan nada. De hecho, son pocas acciones las que ocurren. Vermes rehúye a tratar los asuntos más incómodos, como las matanzas judías (Hitler mismo insiste a lo largo de la novela en que “el asunto judío no es una broma”), y le falta profundización psicológica, aunque vale preguntarse qué tanto se puede ahondar en alguien que superficialmente ya es tan prolijo.
La historia, desde la primera persona en voz del Führer, contempla y compara ambas naciones, la de 1945 con la del 2011... el autor, eso sí, está muy bien documentado y la mezcla produce momentos de terrible incorrección política, como los reiterados insultos a la canciller Angela Merkel: "Mujer fondona con el poder de irradiación optimista de un sauce llorón". Vermes, con la genial idea de revivir a Hitler, resurrección que jamás se explica, exhibe a una cultura deteriorada, en la que aún laten pulsiones de intolerancia e ignorancia, no tan distintas a las que llevaron a la tragedia a aquella Alemania de entre guerras. A pesar de los grandes aciertos de esta novela, su humor a veces queda opacado por interminables monólogos que no aportan nada. De hecho, son pocas acciones las que ocurren. Vermes rehúye a tratar los asuntos más incómodos, como las matanzas judías (Hitler mismo insiste a lo largo de la novela en que “el asunto judío no es una broma”), y le falta profundización psicológica, aunque vale preguntarse qué tanto se puede ahondar en alguien que superficialmente ya es tan prolijo.
Vermes entrega
un libro que no alcanza los niveles de humor que los de su compañero David
Safier, pero porque está más interesado en una representación más fina, que
tienda a la crítica de los estándares de aceptación de una figura televisiva
bizarra y absurda. Hitler es un recurso para burlarse de una ingenua y pobre
vulgarización de concepciones tales como la tolerancia y la libertad de
expresión, y sobre todo para mostrarnos cómo es que legitimamos indolentemente
los contenidos basura con que saturan los medios de comunicación, por más
insidiosos, ridículos y peligrosos que estos sean.
Hugo Medina (21-oct-13)
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