No tiene nada de malo
ser un fan enloquecido de los libros de Murakami. Jamás podría criticar este
entusiasmo casi religioso por un autor cuando se conocen, igualmente, sus
límites artísticos. Es muy sencillo confundir a las masas lectoras a través del
deslumbramiento que representan los números de ventas. No es un secreto que de
la admiración fanática al encumbramiento irracional de un autor existe un
límite muy nebuloso. Personalmente disfruto de la lectura de Murakami, aunque
sepa que sus novelas no son más que artilugios cómodos, formularios, destinados
a ser consumidos por un público que aceptará las referencias a Kafka, a la
música clásica, al cliché sencillo de lo que está de moda (como Facebook) y a
una sabiduría con tufillo a superación personal de la nostalgia, como alta
literatura, clásico instantáneo irrefutable.
Pero, en el análisis
frío, despojado de toda vana efusividad de friki, las novelas de Murakami no
superan, ni están en la media, de la gran literatura. Kenzaburo Oé, con ojos
escépticos, ha insinuado que Murakami es un incesante devorador de modas
occidentales: se refiere, ni más ni menos, al recurso kitsch de disfrazar superchería, conflictos inocuos, situaciones
intrascendentes con dejos de moraleja para el bien vivir, con estrategias propias
de la literatura de calidad. Y es que Murakami,
generalmente, evita todo roce con su cultura mediática, con los artistas pop de
su país, con el cine local, con la filosofía que ha nutrido la milenaria
tradición nipona, ni siquiera saca provecho de la extensa imaginería del manga
y del anime. Busca la empatía
mediante alusiones globales y, de ahí, vende la noción de que sus obras vuelven
intelectual a todo aquel que las lee, pues en ellas se obtiene empaquetado a
Kafka, un opaco realismo mágico, música clásica, pop, Internet, la gran urbe de
Tokio (lectores que acreditan su ciudadanía mundial, pues), personajes tímidos,
dados a hacer filosofía de sus cuitas, incomprendidos (como casi todo el mundo
es), pero que hablan con una elocuencia pasmosa (como casi todo el mundo quiere
hablar).
Con su novela más
reciente, Los años de peregrinación del
chico sin color, Murakami se acerca muchísimo al modelo tipo Paulo Coelho y
deja de lado los riesgos narrativos que implicaron After Dark y 1Q84 (libro
1 y 2) y que podrían labrarle un futuro más promisorio en el empíreo de la literatura
japonesa. En su más reciente libro cuenta el agüitado itinerario de Tsukuru
Tazaki, de 36 años, diseñador de estaciones de trenes, radicado en Tokio, pero
que proviene de Nagoya. En su juventud estudiantil, en Nagoya, Tsukuru formó
parte de un grupo de amigos inseparables, cuyos primeros ideogramas de cada uno
de sus apellidos representa un color acorde con sus personalidades: Kei
Akamatsu (aka, rojo), Yoshio Oumi (ao, azul) Yuzuki Shirane (shiro, blanco) y
Eri Kurono Haatainen (kuro, negro). Por circunstancia ajenas a él, y que no
conviene develar aquí, Tsukuro, el sin color, es relegado de la pandilla sin
mediar explicación alguna (le aplican la temidísima ley del hielo). Tras esta
expulsión, a lo chivo expiatorio, Tsukuro entra en una espiral de depresión que
hace que cambie drásticamente (pierde como siete kilos de peso) y que piense seriamente
en el suicidio. Cuando conoce a Sara, su actual pareja (¿amante?), ambos
coinciden en que no puede seguir adelante con su vida si no aclara lo acontecido
con sus examigos. Tsukuro contactará a
cada uno de ellos para saber las razones de su aislamiento, pero no cuenta que
obtendrá revelaciones inquietantes.
Así es como Murakami
nos llevará de Tokio a Nagoya: tras de un exitoso vendedor de Lexus; con un
enigmático empresario; a Finlandia, en busca de una artista de la cerámica, y a
las reminiscencias y encuentros sexuales con una especie de súcubo que se
disfraza bajo la amalgama de psiques perversas. En esta novela, sin embargo,
leí a un Murakami cansado, acaso agobiado, que, al parecer, entregó una
historia sin ambición, con incansables diálogos que no aportan nada, con
descripciones ociosas, con reflexiones dilatadas que, de nuevo, cumplen la
función de rellenar el número de páginas mínimas que, se puede intuir, la
editorial le exigía al escritor (aunque exagero: a Murakami, seamos sinceros,
le publican hasta cinco cuartillas en donde sea). En síntesis: estamos ante un
novela que le sobra poco más del cincuenta por ciento (como a 1Q84 le sobró el infumable libro 3) y
que bien pudo ser un cuento largo o, para ser justos, una novela breve.
Sin miedo a
equivocarme, estamos ante uno de los libros más flojos de este autor y ante la
decepción editorial de este 2013, que se va con saldo negativo. Adolece, mucho
y mal, de la principal crítica que le han hecho sus detractores: se repite a sí
mismo hasta el hastío, y esta novela, al parecer, es el paradigma que condensa
y exhibe todos los deficientes lugares comunes de Murakami. Incluiría en este
repertorio las reiteraciones (los lectores no son estúpidos: ya sabemos,
Murakami, que escuchas música clásica mientras lees y degustas un buen vino; ya
sabemos que el título tiene relación con una pieza de Liszt); el abuso y el
efugio del sueño: es el recurso narrativo más bajo cuando la racionalidad de la
verosimilitud se está yendo al carajo; y el intento de intelectualizar la
depresión como una consecuencia automática de la melancolía, tan cara para
todos aquellos jóvenes que se sienten (y nos hemos sentido) tan fuera de lugar
en el mundo (depresión no clínica, más bien por pose y afectación). La novela batalla con el lastre que suponen episodios que si bien son maravillosamente contados, al final parecen inconexos ante la escasa significación de los que están dotados, como la relación fugaz (y gratuitamente homosexual) con su nuevo amigo Haida; la anécdota de los seis dedos, y los sueños húmedos del protagonista, truculenta apelación a lo freudiano.
Sin empacho puedo decir
que Murakami no debería ganar el Nobel (ni siquiera estar postulado) y, de
paso, mucho menos la odiosa Elena Poniatowska, cuyo único truco consiste en
convertir en una especie de pornografía ética el dolor de las minorías (descalificación
gratuita patrocinada por mi mala leche). Sin duda deberían laurear a la agencia
publicitaria que trabaja con su editorial por el grandioso trabajo que ha hecho
y que, en un ochenta por ciento aproximadamente, es la responsables de la buena
recepción de este best seller.
Finalmente, no recomendaría la lectura de esta novela, a riesgo de perder
soberanamente el tiempo con una historia sentimentaloide, fuera de proporción y
poco convincente. Bajo advertencia no hay engaño.
Hugo Medina (09-dic-13)
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