La arqueóloga
sueca Louise Cantor, encargada de unas excavaciones en el Peloponeso, regresa a
su natal Estocolmo para visitar a su hijo Henrik. Para su mala fortuna, lo
encuentra muerto, en pijama y sereno, como sumido aún en un sueño placentero.
Los forenses declaran que se trata de un suicidio. Louise descree de los
resultados periciales y, estimulada por su profesión, decide investigar el extraño
suceso. La travesía la llevará de Suecia
a Australia, de ahí a Barcelona y finalmente a Mozambique.
Paralelo al
redescubrimiento de las facetas de su hijos, y el descubrimiento de otras,
Louise también se adentrará en una compleja red de corrupción que involucra a
la embajada de Suecia en Mozambique, a una organización altruista que ayuda a
los enfermos de sida en África y a la omnipotente industria farmacéutica que
realiza investigaciones y experimentos indecibles con los habitantes
desahuciados de ese continente.
A su vez,
fuerzas invisibles, amenazantes y decididas a silenciar cualquier brote de
disidencia comienzan a cercarla, sin que, a las claras, sepamos quién mueve los
hilos detrás de las sombras. El trasfondo de la novela es un verdadero infierno:
el sida y, sobre todo, el VIH en África. Dantescos los pasajes donde los
cadáveres distribuidos en una fosa séptica acondicionada como un precario
hospital de carpas, enfermos sin esperanza a la espera de lo inevitable, ante
la indiferencia del Estado.
Para los
profesores de ética y valores, esta novela sin duda es un gran ejemplo de lo
que se denomina como “proporcionalismo ético” o “consecuencialismo”: es decir,
no hay acciones malas si los resultados benefician a la mayoría. Y es que
Mankell, en este libro, se muestra amargo y sin miramientos denuncia la
complicidad e inmoral pasividad de los gobiernos, de las corporaciones, de los
laboratorios, de los empresarios ávidos de dinero y comprometidos con sus
cuentas bancarias, no con la cura de las enfermedades.
Mankell ha
sabido combinar su talento como eficiente narrador de intrigas y su siempre
denuncia corrosiva. La novela es larga, pero no tediosa. Hay pasajes en verdad
conmovedores, como cuando el padre de Louise esculpe en algún solitario bosque
de Suecia el rostro de Henry, el hijo muerto. También es claro que el autor
maneja con soltura la descripción de las ciudades enumeradas: no las ha sacado
de fotografías de Google Maps, sino que se nota que Mankell conoce bien las
ubicaciones.
El problema, sin
embargo, es que Mankell parece escribir apresurado, como hostigado por los
plazos que marcan los contratos editoriales. A pesar de su eficiente uso de los
recursos narrativos (Mankell sabe de sus limitaciones y no intenta engañarnos),
El cerebro de Kennedy (2006) es una
lectura de aeropuertos. No es mala, pero no gracias a sus cualidades técnicas
(poco variadas, además), sino por el urgente mensaje que envía acerca de la
hecatombe que padecen a diario los africanos aquejados con sida y la enorme
indiferencia de los grandes conglomerados de poder, sean privados o del orden público.
Hugo Medina (26-agosto-13)
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