Joseph Hillstrom King,
mejor conocido como Joe Hill, es hijo del ahora escritor de culto Stephen King.
Pero su prometedora carrera inició de forma distante y no fue hasta 2007,
después de un par de libros publicados, entre ellos su primera novela, la
elogiadísima El traje del muerto (Heart-Shaped Box en inglés), que el
propio autor aceptó su identidad. Declaró en su momento que no quería obtener el
éxito de forma automática solo por ser hijo de King, sino ganarse un lugar en
las letras norteamericanas con base en su propio trabajo. A pesar de ello, en
la narrativa de Hill resuena fuerte la influencia de su padre, las estructuras
y las fórmulas, y se hace difícil saber si no es que hay alguna ayuda crítica o
simplemente una inercia familiar inescapable.
En Cuernos (Horns, 2010), sin
embargo, Hill demuestra estar listo para obras más ambiciosas, poderosas y,
quizás, superiores a las de su progenitor. Tiene talento, ideas, dedicación y,
sobre todo, tiempo para madurar y dar a luz una obra de referencia obligada en
el siglo XXI, a la altura, por qué no, de un Salinger o Fitzgerald. Sin miedo a
equivocarme, espero y tengo cierta corazonada de que Hill superará a su padre y
será una figura destacada de la narrativa norteamericana del presente siglo.
Mi entusiasmo no es tan
infundado y los lectores que se acerquen a leer Cuernos me terminarán dando la razón. En esta novela, Hill nos
cuenta la historia de Ignatius Perrish (Ig,) un joven que vive con el pesar de
haber perdido a su novia, Merrin, tras ser violada y asesinada un año atrás en
un bosque que ambos acostumbraban visitar de forma idílica. Por si fuera poco,
Ig es señalado por todos en el pueblo como el homicida, aunque haya salido bien
librado del juicio gracias, a decir del vulgo, del poder de su familia bien
acomodada. Así, pues, con estos antecedentes, una mañana, luego de una tremenda
noche de borrachera, Ig despierta con un par de cuernos del tamaño de un dedo
anular en su frente. Asustado, decide acudir al doctor no sin antes percatarse
del peculiar efecto que los cuernos provocan en los demás: todos ven su cráneo
cornado, pero a nadie le importa un carajo eso, más bien aprovechan para
confesarle sus deseos más bajos, sus pecados más ocultos, sus manías y sus
retorcidos planes, como si los cuernos tuvieran el poder de delatar el lado más
salvaje, violento y obsceno de los humanos. Ig, a pesar de ello, oscila entre
sacarle provecho a su condición y descubrir al asesino de su novia o buscar una
solución a sus cuernos, sobre todo cuando descubre las más horribles opiniones
que sus familiares y amigos le profesan a sus espaldas.
La historia está relatada
en tercera persona, sin ningún tipo de experimentación formal, más que la a
veces exasperante alternancia de planos, como cuando nos ofrece capítulos sobre
el pasado, de cómo conoció el protagonista a su novia y a su mejor amigo y
némesis, el turbio Lee Tourneau. Ig se dedica a recorrer el pueblo en busca de
respuestas, en inicio, para explicar sus cuernos y, después, casi por
carambola, resolver el misterioso asesinato de Merrin. Hill hace uso de sus
dotes de gran narrador de misterios, pero agrega una ecuánime y amena pizca de
humor negro que nos da como resultado una trama entretenida, que, si decae en
partes, se recupera rápidamente. Sí es verdad que hay escenas que nos parecería
que no aportan nada, pero todo encaja a la perfección. Se nota que Hill amó
construir esta novela, sus detalles, y su esquema general, hasta su genial
resolución nos recompensa por nuestra paciencia.
También Cuernos es una historia fantástica y un
vertiginoso thriller. Le debe mucho a
lo real maravilloso, a Gabriel García Márquez en específico (no por nada hay
una mención a él), pero bebe sobre todo de las narraciones clásicas de la
narrativa norteamericana: me refiero a la dura crítica del puritanismo, al
estilo Hawthorne o del mismo Poe. Estamos ante escenas sobrecogedoras que
estampan una naturaleza dionisiaca que amenaza a la cada vez más cuestionable moral
(doble moral) de las clases medias y altas, aquellas que se forjan bajo la
letra de la Biblia, a la luz del pensamiento cristiano más ortodoxo. Es la
misma oposición entre pecado y moral, entre hedonismo y pudor, entre naturaleza
y cultura: eros y civilización, como puntualizaría en su célebre libro homónimo
Herbert Marcuse.
¿Quién define si un
acto es un pecado que genera culpa o un impulso honesto, puro? Hill da dos
respuestas: la culpa no existe, es solo la necesidad (casi un acto reflejo) de
adecuar las acciones a las normas sociales; y, en boca de Ig, ya casi
transmutado en Lucifer, afirma que entre el Paraíso aplazado por Dios y el
paraíso instantáneo que ofrece un coño, el hombre escogerá al segundo, a imagen
y semejanza de Adán. Y es donde Ig va encontrando comprensión, una sabiduría cínica
(no por nada Ig parece más un sátiro), contracultural, y entiende que los
pecados no son más que actos que entrañan una pureza peligrosa para la
conservación de la civilización y los privilegios de los poderosos, claro, todo
montado sobre el monolito de la religión censuradora. Para estas puntuales
diatribas, hasta habrá lugar en la novela para un sobresaliente “sermón de las
serpientes” que el protagonista argumentará de forma clara y simple, hasta
reduccionista, pero apegada a lo que a veces escuchamos en boca de las nuevas
generaciones acerca de valores en crisis, degenerados acaso, que ostentamos en
nombre de una falsa ética derivada de una hipócrita concepción religiosa de lo
sagrado (como el concepto de la virginidad en las mujeres o la censura de las
relaciones entre personas del mismo sexo).
Hill no solo nos
presenta una obra que, honestamente, pensé que sería una especie de Crepúsculo aún más hormonado, sino una
crítica connatural al mundo intelectual norteamericano que opone (ya leitmotiv desde que los ingleses desembarcaron
con sus modos puritanos en tierras nativas) el mundo del buen salvaje y el
mundo donde el buen salvaje es corrompido por las leyes y las Escrituras. Es
grato darse cuenta cómo el autor deforma la imaginería tan predominante en el
cine de Hollywood, donde los niños tienen sus casas del árbol en un
parsimonioso bosque, y en donde descubren el amor puro de una amiga para
transformarse en hombres de bien que verán con nostalgia, ya como adultos, su
infancia idealizada en los campos abiertos del medio rural norteamericano o en
sus bosques más recónditos (Cuernos
bien podría ser una reacción a la novela de su padre The Body, la cual inspiró la película Stand by Me).
Hill se siente más
cómodo en una naturaleza despiadada y luciferina, en esos mismos escenarios,
pero, hay que decirlo, donde hay violaciones, homicidios, pedofilia, acechanzas
de asesinos en serie, de fanáticos religioso y pervertidos, ritos satánicos
bajo el cobijo de zonas abandonadas, al mero estilo de True Detective. En general, la novela es ampliamente recomendable,
añadiendo el plus de que pronto se estrenará la versión cinematográfica
protagonizada por el ex-Harry Potter, Daniel Radcliffe. Aunque tiene sus puntos
débiles, como las escenas innecesarias (pocas, muy pocas), se agradece el
empeño que Hill le ha imprimido a su novela, esa constante búsqueda de armar
una trama original, poderosa, que no escape ni tema al uso de imágenes, de
símbolos, de arquetipos y figuras para formular críticas y edificar un humor
realista. A final de cuentas, los buenos escritores se forjan en el riesgo,
pero también en ese agradable (y cada vez más ausente) imperativo de otorgarnos
historias bien escritas, con personajes trabajados y coherentes, que nos
resulten inolvidables por sus virtudes y por su lucha interna por ser quienes
son, inciertos entre el bien y el mal.
Hugo Medina (15-agosto-14)