En 1984 Julian Barnes, autor británico, publicó El loro de Flaubert, una especie de ensayo-biografía que en realidad se conoce como “novela de segundo grado”, es decir, aquella que se nutre de un clásico y de la vida de su autor. El narrador toma como punto de partida al cotorro que aparece en el cuento “Un corazón simple” (Un coeur simple). ¿Por qué un perico y cuál es el ave original en la cual se inspiró Flaubert? ¿Tiene algo de Espíritu Santo, de narrativo, de omnisciente? Tales son las cuestiones que dan génesis a las pesquisas del narrador.
Si fuéramos matemáticos, podríamos aducir: Felicité más Loulou es igual a Flaubert. Que se hable de aquel perico disecado sonará a pretexto para abordar la figura histórica del obeso francés, pero más bien es la forma de despojar de pathos dramático a una historia verdaderamente entretenida. El narrador, el misterioso doctor Braithwaite, obsesionado con el padre del realismo, comienza a ordenar los datos mezclando la ficción, el registro histórico y la brusquedad de sus propios juicios.
En busca del verdadero perico en el cual se inspiró Flaubert, el doctor, inevitablemente emprende un análisis de los significados en la obra del francés, espiando las anécdotas, las cartas, las amistades y la opinión de la crítica. Como si estuviera valorando el cuerpo de un paciente, el narrador detalla, organiza y relaciona el sinnúmero de información, descartando, certificando o concluyendo de una manera irónica, burlesca y desfachatada, pero siempre con rigor. El resultado es que nos devuelve la imagen viva de un autor mundano, egoísta, enfermo, contradictorio, escatológico, decadente, obseso y amante de las buenas mujeres del burdel; en suma, desmentido.
Sí, ha adivinado: no solo es una novela del loro flaubertino, sino un análisis zoológico, una diatriba contra los ferrocarriles en la narrativa decimonónica, un regaño ácido a la estulticia de los críticos. Una “periquería” que cifra a Flaubert como un loro o pelícano gordo, rezongón y pueril; pero a veces huraño y peludo, como un oso parlante. Construida desde el principio posmoderno de la simultaneidad, y no de la predecible cadena lineal causa-efecto, Barnes disfruta reduciendo al absurdo los conflictos y problemas propios de los estudios de historia literaria, negando, como Flaubert hizo al resistirse a la vida, una trama para su novela, transformándola en una portentosa exhibición de método teórico y biográfico.
Memorable la relación que nos ofrece de los animales en la vida de Flaubert: el loro, los perros, los osos, los camellos, los monos, comparando el carácter del autor respecto a la esencia de ellos. También hilarante cuando reprende a la especialista inglesa en Flaubert, cuando ésta indica que los ojos de Emma Bovary están mal descritos: en una parte pardos, en otra negros, en otra azules. ¿Importa para la historia de la literatura esta “errata”? ¿O solo importa para el placer de una lectura personal? Además, pregunta: ¿alguien se habrá dado cuenta de esta peculiaridad? ¿Existe en algún lugar un lector perfecto, un lector total? Tras un análisis y verdadera cátedra de teoría literaria, Barnes consigue defender a Flaubert y, en realidad, demostrar que no es un error.
También es de enfatizar aquellas escenas con George Sand y Turgueniev, las apariciones de Zolá, o la extravagante intervención de Louise Colet, para defenderse y poner en evidencia la turbia vida sexual y emocional del novelista. Igualmente son imperdibles los relatos de viaje a Egipto, o los delirios de un mandarinato en Francia como justa forma de gobierno. Además, la actitud ante la muerte, los años grises de aislamiento, la organización de su escritura; los universos posibles: las obras que Flaubert nunca escribió, pero de las cuales ya tenía un plan. Y por supuesto la novela incluye un examen escolar para comprobar nuestros saberes en materias flaubertianas. En síntesis, una completa guía, un libro que, clásico, no mitifica, sino que bestializa al biografiado al extremo de usurpar la identidad de Loulou. Como si la escritura se diera más bien en la mente de aquella ave disecada, que observaba con ojos secos los últimos días del novelista francés. Al fin y al cabo, al gran maestro del realismo le gustaba afirmar, como al perico-narrador de Barnes: “¡Loulou c’est moi!”
Hugo Medina (12-julio-13)
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