junio 05, 2013

No será la Tierra - Jorge Volpi

Al fin he podido terminar la más reciente novela de Jorge Volpi, con la cual concluye su ardua trilogía del siglo XX. La saga comenzó con En busca de Klingsor, novela que aún no ha podido superar en su maquinaria. Fue publicada en 1999 y obtuvo el Premio Biblioteca Breve de la editorial Seix Barral. En 2004 apareció la segunda parte de la entrega, bajo el título El fin de la locura, donde narra las peripecias de un psicoanalista-revolucionario, con un sugestivo nombre: Aníbal Quevedo. Al fin, el pasado mes salió bajo el sello de Alfaguara la última parte, No será la Tierra, que por el número de personajes asemeja a los buenos clásicos rusos, así como por su estricta cronología que va de 1929 al año 2000. Es, efectivamente, y como Volpi lo declaró en la presentación, su libro más oscuro y pesimista, desesperanzado.

Aunque aún arrastra defectos que ya había planteado la crítica literaria desde En busca de Klingsor, la lectura envuelve desde las primeras frases. El comienzo es brutal: la catástrofe de Chernóbil convertida en una metáfora de la hecatombe comunista que se adivina por los años ochenta en la Unión Soviética. Sigue a ello la magistral descripción de las incógnitas: un escritor que se ha vuelto un asesino; el cadáver de una joven poeta (“primera víctima del triunfo del capitalismo”, así anuncia la contraportada), hija de un doctor ruso que desarrolló armas biológicas —y que se ha convertido, irónicamente, en un adalid del capitalismo— y una bióloga soviética venida a menos; el retrato frívolo de una rubia superficial y obsesa, al mando del Fondo Monetario Internacional; la desaparición de su hermana, globalifóbica incapaz de cuidar a su propio hijo; y al final, quizás eje del remolino, la insondable Éva Halász, seducida por la inteligencia artificial e inmersa en una espiral maligna de amantes.

El relato de Volpi comienza con estas historias desperdigadas como puntos en un plano cartesiano, pero cada uno de ellos se toca en un determinado momento y, como pequeños corpúsculos alentados por el soplo del caos, se perturban de manera decisiva. En este relato, Jorge regresa a un estilo similar utilizado en En busca de Klingsor, donde introduce grandes reflexiones científicas, históricas y políticas a tal grado que parece más bien un ensayo que una novela; pero eso no la vuelve una aberración, al contrario, nos permite entrever que los personajes son órbitas en reflejo de la historia y viceversa; dimensiones en mutación, alterándose recíprocamente. Son memorables los momentos donde nos cuenta con minucia el accidente de Chernóbil, o el terror de Stalin, el gobierno y derrumbe de Gorbachov, la caída del muro de Berlín, el ascenso de Yeltsin y el libre mercado, el genoma humano, los febriles adelantos en robótica, incluso la depresión de 1929 y la guerra en Afganistán.

Yuri Mijáilovich Chernishevski, el relator de esta gran historia, parte del accidente de Chernóbil, como ya recalqué, pero detrás de estas escenas iniciales se esconde la idea de una absurda espiral de sinrazones que propicia que los personajes colisionen como fuerzas irrefrenables en algún momento del libro, como ciegas marionetas de los influjos de la Historia —o de los genes, como insiste el narrador, con un viejo adobo naturalista, a lo Zolá. El final, un accidente determinante que propicia la escritura de la novela, engloba la contingencia que arrastra a cada uno de los actores, un eco que cierra el círculo de la incertidumbre y la idea de desastre abierta desde En busca de Klingsor. Paralelamente, Links y Chernishevski justifican vitalmente la existencia de sus textos al aducir que tratan de huir de lo amorfo y del sin sentido de las fuerzas del caos.

Pienso que a la novela le pesan sus más de 500 páginas. Klingsor es una magistral incursión en la historia de Alemania, aunque su solidez radica en que no pretende parecerse a las narraciones alemanas; mientras que No será la Tierra por momentos intenta mimetizarse con la poética narrativa rusa (inevitable compararla con las grandes novelas de Tolstoi y Dostoievsky, ante las cuales sale mal librada). Su punto débil, como en Klingsor, y aún más notable en El fin de la locura, es su mal tratamiento de las escenas eróticas y la lamentable repetición de lugares comunes en las relaciones amatorias de sus personajes, que nomás alargan la acción y para nada ayudan a justificar algunos sucesos trascendentes, sobre todo el relacionado con Chernishevski y Halász.

Sin embargo, encanta la sombría, casi demoníaca presencia de Oksana, la hija perversa de Irina, la biólogoa soviética, y Arkadi, antiguo miembro de la Nomenklatura que deviene en un promotor codicioso del capitalismo. Intrigante Oksana por su vínculo fantasmagórico con la poeta Anna Ajmatova, exacto profético de ella, maldita e incipiente cantante punk. Oksana, que identificará de inmediato a los más jóvenes lectores de Volpi, me trajo a la mente a la igualmente infausta Vina Apsara, de El suelo bajo sus pies, novela de Salman Rushdie. En uno de los pasajes inolvidables, se presentará a Chernishevski bajo la forma de una posesa, en las ruinas de la Unión Soviética:

Nosotros defendemos al legítimo gobierno de este país, la democracia y la libertad están de nuestra parte, tus padres se arriesgan ahora para que en el futuro vivas en un lugar mejor.¿De verdad crees que lo hacen por mí? La voz de Oksana desprendía un tufo macabro. Tú estás habitado por la misma violencia que combates.Nunca volvería a encontrarme de nuevo con esa criatura sabia y desvalida, con esa sibila adolescente, pero —ay— su maldición no tardaría en alcanzarme.

Al final, Chernishevski se hace de los manuscritos de Oksana, la vidente posesa, rememorando, de forma sinuosa, los bizarros cuadernos de tapas azules que tanto han perseguido y atormentado a los personajes-escritores de Paul Auster. Volpi vuelve a unos de sus mejores momentos de escritura juvenil: al recurso de la interpenetración mística con la poesía, representado siempre en una dupla. La combinación Ajmatova-Oksana nos recuerda a la alquímica relación entre el Jorge investigador y el poeta Jorge Cuesta, de la novela A pesar del oscuro silencio. En ambos casos, lo amorfo y lo horrible, los huecos de la Historia y sus ciegos virajes, son vistos a través de los ojos proféticos de la poesía; la novela, en cambio, y como bien lo exponen Links y Chernishevski, mira con los ojos acallados de los muertos, hacia atrás; como si ambas fueran las caras de un oscuro e indivisible Jano.



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