No es que desconfíe de la honestidad o la calidad
moral del jurado del Premio Alfaguara de Novela de esta edición 2013, pero sí de
la forma de organizarse, por lo que sería pertinente plantear algunas preguntas
(que parafraseo de Gabriel Zaid):
¿todo el jurado leyó las 802 novelas que se recibieron este año? ¿Los
deliberantes llegaron el día del fallo con La invención del amor de José
Ovejero? ¿No hubo una previa descalificación de trabajos leídos de forma
superficial por los editores (o un equipo de Alfaguara) para hacer más sencillo
la labor de los jueces? Sorprende que tales personalidades de las letras, como
Manuel Rivas y Xavier Velasco, hayan elegido como triunfadora una novela
totalmente inocua… intrascendente. De los 802 trabajos, ¿era el mejor?
Sí es así, la novela en lengua española continúa
en una profunda crisis que se ha prolongado por años. Es verdad: el Premio
Alfaguara de Novela no tiene la consigna de rescatar a la narrativa, pero sí el
de premiar a un trabajo destacado por sus temas, por sus técnicas y métodos,
por su desarrollo del lenguaje. La invención del amor, título por demás ampuloso,
remite al episodio que vive Samuel, un cuarentón dueño de un porcentaje ínfimo
de una empresa de materiales para la construcción que un día recibe por
equivocación una llamada que le informa sobre la muerte de Clara, una mujer
desconocida para él (no recuerda a nadie con ese nombre) y que ha sido su
amante (al menos del verdadero Samuel). Intrigado, por casualidad entabla una
peculiar amistad con Carolina, hermana de la difunta, ambos con el afán de
conocer más acerca de Clara: los dos comienzan a crear versiones de ella, a
redescubrir a la fallecida. Samuel, en plena crisis de madurez, se ve orillado
a imaginar su hipotética relación con Clara, a inventar el amor entre ellos.
Es probable que este pseudohallazgo que tematiza
a la ficción como capaz de redimir a los seres humanos haya jugado a favor de
la novela, aunque, vamos, esta cualidad ya ha sido revisada a cabalidad en
varias obras literarias, desde Pedro Páramo, pasando por “Vecinos” de Raymond
Carver y Juegos de la edad tardía de Luis Landero, hasta En busca de Klingsor del buen Volpi (ni se
mencione a Murakami en el panorama mundial con 1Q84 o Ciudad de cristal de Paul
Auster). Alfaguara atraviesa desde varios años por una curiosa tendencia (que
obvio, pasa también por los escritores): publicar, en su mayoría, novelas
simplistas, con tramas lineales, en español estándar, con el mero contexto
político de adorno. Porque igualmente se ha resaltado que la novela de Ovejero
tiene como trasfondo la reciente crisis económica española. Quien espere
encontrar razonamientos sociológicos, escenas de pánico público y ahondamientos
de grado ideológico-filosófico no los encontrará aquí porque apenas se insinúa
tímidamente el problema español. Decir trasfondo es demasiado. Es simple
ornamento, una trampa publicitaria, aunque la contraportada haga parecer
que nos encontraremos con un estilo parecido al de las novelas de la crisis
griega de Petro Markaris.
Los personajes principales, como una precaria
copia de la película (y mala comedia) There's Something About Mary (Locos por
Mary) son incapaces, como niños traumatizados, de ver más allá de Clara:
enfermiza e inverosímil la actitud de Samuel, ese afán de adentrarse tanto en
la vida ajena; y Carolina, la hermana, quien es retrasada o, más bien, se deja
llevar de una forma muy burda. Añadido a ello, Samuel es un personaje que
aburre con sus disertaciones frecuentes para persuadir al lector de que Clara
se ha convertido en su obsesión, como un mal imitador de la prosa exacta y concisa
de Philip Roth. Fallidas todas esas largas explicaciones, falsos ahondamientos
en lo que es la identidad y el amor que, al parecer, como fácil cliché, se
suscribe, casi siempre en la novelística actual, al escape de la fuerza
destructiva del matrimonio y a la búsqueda de la soltería (aparejada con varios
amantes), a la independencia económica y a esa extraña insistencia de
retrotraerse a una infancia “madura”. No hay ya complejidad (y por ello no hay
sentimentalismo, no por otra cosa), ni esa sabiduría del amor que sí se
encuentra en los avasallantes enfoques de Flaubert, Goethe y Shakespeare.
Si hay algo rescatable de esta novela son sus
tres páginas finales, en las que resalta la brillantez del Ovejero ensayista (parece
que Samuel da paso a esa voz del autor, que ya se quemaba por aparecer bajo la
piel de su personaje y lapidar la historia bajo su última y más acertada
visión). Antes de que lo olvide, por cierto, los personajes, su habla, es
homogénea: de repente Carolina, cuando habla de Clara, sobre todo, pierde su
carácter y se infiltra en su voz una forma de habla neutral, demasiado cuidada,
sin intrusión de modismos. “Que te cagas” y “que te den por el culo” se
utilizan un par de veces, como si el autor al revisar el borrador cayera en
cuenta de esta uniformidad lingüística y decidiera introducir un par de frases
gastadas para subsanar esta deficiencia. No solo con Carolina ocurre, sino con
los otros personajes secundarios, como el Samuel verdadero que, borrachísimo,
pasa en un instante de hablar incoherencias a una elocuencia (y una memoria) prodigiosa.
Ovejero confirma con esta novela que la crisis de
la narrativa en lengua española es grave. Son pocos, contadísimos, los autores que
en verdad buscan renovar los caminos de la ficción. Esta obra, estoy seguro,
como muchas otras ganadoras de este premio “prestigioso”, quedará, por
desgracia, recubierta por el polvo del olvido, colocada en un sitio impreciso
entre los vastos libros que rellenan los anaqueles de lo insustancial.
Hugo Medina (24-junio-13)
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