Siempre me he preguntado por qué han tardado tanto en darle el Nobel a
Philip Roth (entre bromas, le decíamos Phlip “Rottweiler”). Así como es capaz
de hablar de un truhán adicto a todos los malos vicios en su El teatro de Sabbath o desarrollar una
inverosímil ucronía nazi en su Conjura
contra América, Roth es capaz, sin tantas florituras, de ahondar en los
temas más escabrosos, como la decadencia del cuerpo, la senectud y la agonía. Elegía (2006), una de sus novelas más
breves, aborda con ecuánime objetividad estos temas. El título original, Everyman, me parece mucho más acertado
que el de Elegía: la muerte hace que
todo hombre sea cualquier hombre. Desaconsejo su lectura si usted pasa los 35 o
40 años de edad: puede sufrir una pequeña depresión. Porque Roth se asoma a ese
abismo al que todos iremos, pero que, pensamos, podemos sortear hasta la
eternidad como si fuéramos inmortales. Elegía,
como una novela final, es a los adultos contemporáneos lo que El principito a los niños que se inician
en la literatura.
La novela rememora los episodios más significativos en la vida del
personaje principal (sin nombre), un anciano
que termina solo después de tres matrimonios y tres infidelidades. Sus
hijos se han alejado de él paulatinamente y, en la distancia, solo le quedan
los recuerdos de infancia, juventud y madurez. Aparejado a ello, se describen sus
múltiples operaciones, sus intentos por evitar el paro cardiaco que lo fulmine
y, con ello, los terribles y minuciosos procedimientos médicos (como cuando le
retiran una vena de la pierna para injertarla en su corazón) y el doloroso
proceso de recuperación. También se explora su relación con Howie, su hermano,
sobre todo la envidia que siente por la salud y vitalidad que, en contraparte,
heredó de sus padres.
Aunque podría parecer un desacierto que Roth nos devela el destino de su
personaje desde el inicio (comienza la novela con su funeral), una vez
comenzamos la lectura es imposible detenerse. Se agradece que Roth no pierda
tiempo en vanos alardes y en largos párrafos de disquisiciones metafísicas
sobre la muerte, ni que se filtre Dios ni esos sermones del más allá (no se
menciona a Dios, pero sí a la nada). La novela es abyecta y es fiel a un
realismo cuyo principio rector es la crudeza. Intenta develarle al lector su
destino ineludible, en sentido contrario a esa cultura tan norteamericana y
global del miedo a morir, del terror a la descomposición, del pánico a
envejecer, de la presencia inquietante (y el ocultamiento) de las enfermedades
y su grotesco tratamiento. Resulta triste, amarga y angustiante: “La vejez no
es una batalla; la vejez es una masacre”, lapida.
Con su estilo desprovisto de sentimentalismo y cargado de contundencia,
leemos entre líneas a un Roth en la recta final, pero no existencial, sino más
bien sabiamente resignado. Es una especie de crónica desordenada (como los
recuerdos) de los sucesos que marcaron al personaje principal, quien a cada
tramo oscila entre su esperanza de recobrar la vitalidad y la aceptación
estoica de lo inevitable. Al final se nos revela esa visión tan directa,
carente de ostentación y magnanimidad,
que Roth le confiere a la muerte. No hay, pues, ese despliegue reflexivo del pathos dramático hacia el desenlace (tan
abundante en la mayoría de la narrativa actual), sino un evento abrupto y
terminante: Roth, nos dice, así será para todos los hombres: se acabó.
Hugo Medina (05-agosto-13)
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