A casi diez años de la publicación del primer tomo, Corsarios de Levante, sexto libro de la saga del capitán Alatriste, al fin ha llegado a las tiendas. Con más de 300 páginas, la novela relata las aventuras de Íñigo Balboa y el veterano de los tercios en el mediterráneo, por los años de 1627. El joven mochilero ya cuenta con 17 años y aparecen las primeras discrepancias entre ambos protagonistas.
El capítulo, muy parecido al narrado en El sol de Breda, relata el asalto a un campamento moro en las cercanías de Orán, lances a manera de entremés en Nápoles, el asedio a la mujer del bajá de Chipre, hasta culminar con la fantástica batalla de Cabo Negro o Escanderlu, en las costas de Anatolia.
A pesar de que las aventuras a veces fungen como meras estampas o fotografías con el afán de retratar el espíritu de aquella época y la peculiaridad de los corsarios de patente, el lenguaje es finísimo y se nota que está meditado a minucia, a diferencia de lo que sucedía con El sol del Breda, donde las aventuras funcionan como ilustración más que como avance de la trama general.
En Corsarios de Levante, aparecen viejos y nuevos camaradas de armas, y reaparecen los antiguos malhechores acechando y conspirando contra los dos protagonistas. Se percibe bien que la trama intenta mostrar la rivalidad entre las dos religiones antagónicas bajo tintes nacionalistas, que intentan inspiran orgullo hacia el viejo Imperio español, como si el lector fuera un peninsular del XVII, lo cual es un artificio acertado. El narrador cuida bastante en no mostrar su relato como una arenga ciega y a cada momento nos recuerda la antagónica situación en la que vivían los soldados del imperio.
Para ello aborda distintas fases de un viaje corsario, que lleva la misión de asaltar las embarcaciones inglesas (y lo hacen, en una batalla rápida y sanguinaria), holandesas y turcas, y así hacerse de dinero y subsistir. También hay un intermedio en Nápoles, con típicos lances donde Íñigo es objeto de una pequeña sedición para ser asesinado. Todo ello para culminar con la batalla histórica de Escanderlu, donde cinco embarcaciones turcas sitian a tres pequeños navíos españoles, con desventaja de 3 a 8. Aunque en realidad el enfrentamiento fue más desigual: un bajel y dos galeras españolas contra treinta naves turcas. La minucia del registro histórico pasa por las ficticias acotaciones de Íñigo, narrador testigo que une la subjetividad de su conciencia con la pretendida visión estable del imperio español.
Como defecto, se nota una distancia crítica histórica que no es coherente para la época, como si de pronto el narrador hablara desde el siglo XXI, cuando se trata de emitir un juicio sobre la situación española del siglo XVII desde ese mismo marco cronológico. Aunque se pone de relieve la empatía de Íñigo hacia la corona, no basta para esconder las costuras temporales. Reverte ha logrado, no obstante que aún hay este tipo de lastre, madurar la mentalidad de Íñigo y problematizar su relación con Alatriste, la cual corre el riesgo de hacerse distante. Además, la novela es ligera y está llena de referencias cartográficas, así como de un lenguaje vivo en virtud de la mezcla del caló soldadesco y corsario.
Añadido a ello, las últimas escenas parecen sacadas de un film, limpias y nada lentas. El relato a bordo de las galeras atacadas simula a veces una cámara en primera persona, lo cual añade vértigo al lance y coloca en un estado de inusual angustia a las aventuras del capitán por el desigual asedio, aunque similar a la de Breda. Aunque magistral en el trato del ritmo narrativo, sobre todo al final, la novela añade más al cuadro de época en donde se sitúa el imperio español, que a la intriga personal que envuelve a Iñigo y a su amigo. Es una travesía que nos llevará sin dificultades a las atmósferas navales mediterráneas, a través de un maduro registro verbal.
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